David Pérez, Trojes (Honduras)
Cuando los gallos duermen y solo el circular del coche les arranca su canto; cuando un manto cuajado de estrellas cubre los campos y las montañas; cuando el sueño debiera ser nuestro compañero partimos hacia Flores de Cortés.
Flores de Cortés es una de las aldeas más alejadas de Trojes por lo que si queremos ir y volver en el mismo día no tenemos más remedio que madrugar. A las 3 y media, pertrechados de todo lo que creemos necesario para esta aventura, nos ponemos en marcha. Nos acompaña Carlos, un joven de la zona que ahora vive en el núcleo urbano.
Al paso del coche se cruza algún zorrillo, algún gato y unos cuantos perros que utilizan la oscuridad como aliado. El campo, las montañas y la selva nunca duermen del todo, aunque la quietud de estas horas no tiene nada que ver con la explosión de sonidos y sensaciones que acompañan la salida del sol. El cielo se aclara lentamente y el trino de pájaros y otros cantos animales inunda los caminos. Unas calles que esta vez están bastante bien para circular. Luis nos conduce, como siempre diligentemente hasta la Boca del Españolito, punto de embarque del río Coco, una destartalada aglomeración de casas en la ribera donde se acumula la basura que el agua y sus vecinos arrastran.
A Flores se llega en lancha. Negociamos con un barquero para que nos lleve y traiga. La gente, normalmente viaja en barquitos cargados de mercancía pero están expuestos a los horarios de los barqueros y al riesgo de que no pasen de vuelta o vengan exageradamente cargados. Por 2000 lempiras un joven nicaragüense hará el viaje con nosotros. El río Coco es la frontera entre Honduras y Nicaragua por esta zona y desemboca en el océano Atlántico, en la Costa de los Mosquitos. El río es la autopista que nos ahorra 17 horas de camino a pie.
Navegando el Río Coco
Las lanchas son estrechas embarcaciones hechas a partir de un solo árbol de caoba o nogal. Tienen una buena flotabilidad pero poca estabilidad lo que lo convierte en una fuente de tensión constante, sobre todo al embarcar y al tomar tierra. Cuando funciona el motor, la fuerza de empuje la hace más estable. El curso de agua es bastante ancho aunque algunas zonas se estrechan por la presencia de bancos de arena. La orilla hondureña parece más abrupta y menos frondosa, aunque de un verde intenso. La orilla nicaragüense es mera selva. Nuestro trayecto durará unas dos horas río abajo. El cielo está cubierto y las montañas se entrevén tras la bruma. Otras embarcaciones ya están cumpliendo con el ir y venir de mercadería, alimentos y, a veces, hasta animales.
Tras media hora de navegación tranquila llegamos a un puesto fronterizo nicaragüense. Tres soldados armados llevan un control de todas las lanchas que suben y bajan. La mayoría de las veces sólo anotan el nombre de la embarcación; las menos, inspeccionan la carga. El Coco es un flujo de contrabando y droga, lo que no parece suponer mayor problema para ambas orillas. A nosotros nos dejan pasar sin más.
Un poco más abajo paramos en un puesto de comida para desayunar. Posiblemente sea la única comida que probemos hasta la vuelta. Arroz, frijoles y pollo, todo regado por una taza de café. Mientras comemos, una niña juega medio desnuda en la tierra; se me está revolviendo el estómago.
Mientras seguimos, el sol se va abriendo paso pero la brisa sigue siendo fresca. Al tomar tierra comprobamos que lejos del río el día va a ser bien caliente. Y comenzamos la subida. “Está cerca” nos dicen, mentalmente añadimos media hora o más de camino. Esta es una zona de buenos pastos, decenas de reses campan a sus anchas y debemos traspasar varios cercados, así como sortear incontables cagadas de vaca. Las vacas de estas tierras recuerdan a las de la India, con una joroba bien característica.
“¿Queda mucho para la escuela?”
Pasa una hora antes de que avistemos la primera casa tierra adentro. Está junto a un riachuelo idílico en el que nos paramos a descansar. Ignorábamos lo que aún nos faltaba. El padre Leandro había emprendido su particular camino de visitas, Bea se indispuso y Luis se quedó con ella, así que con los efectivos disminuidos seguimos en busca de la escuela de Flores de Cortés. Pero primero había que cruzar el río, no es profundo, pero lo suficiente como para mojarnos las botas. Nos recomiendan descalzarnos pero nosotros confiamos en nuestro salto. Por tres veces Jose, Alfonso y yo acabamos empapados. Habríamos de cruzar el río cuatro veces más, las siguientes si nos descalzamos y aunque intentamos remangarnos los pantalones estos también terminaron mojados.
Nos cruzamos con unos niños cargando unos fardos más grandes que ellos. “¿Queda mucho para la escuela?”, les preguntamos. “Aquí no masito” nos dicen. Media hora o más, seguro. Atravesamos campos de maíz encaramados en las colinas, la ascensión se hace pesada. Al salir de los sembrados, la colina se muestra imponente. Subimos y subimos, y a cada recodo, una nueva cuesta. El sol aprieta y el final se nos hace un mundo. Arriba nos espera el padre Shamba, siempre con una sonrisa, pero lo que necesitamos es aire.
¡Y pensar que este camino tienen que hacerlo todos los días los niños para ir a la escuela! No paro de pensar en mis alumnos, muchos llegan en coche hasta la misma puerta del cole.
La escuela es una construcción de adobe. Tiene apenas 8 meses y ya aparece cuarteada. Una tormenta se llevó parte del tejado y ahora las placas de zinc parecen amontonadas y picadas. Hoy no hay clase. El profesor tiene un cumpleaños en otra aldea que también atiende. Su puesto no es estatal sino que los padres de los niños le pagan cada uno unas 200 lempiras al mes. Han estado asistiendo unos 35 niños. Ahora debe haber 28 porque no todos pueden permitirse pagar. En el aula hay cuatro sillas y tres bancos; tirados, unos libros viejos de diversas asignaturas.
Muchos niños no pasan de conocer las letras, los números y poco más que escribir y leer. En familias con muchos hijos es imposible llegar a más. Nuestros rostros cansados contrastan con las miradas alegres de Carlos o Ezequiel. Nuestra presencia allí les anima y les alienta. “Nunca un extranjero había pisado esta tierras”, dice la delegada, los nicas no cuentan.
El regreso a Trojes
El descenso es rápido, tenemos ganas de llegar al río. En una casa nos hierven agua que enfriamos en el río mientras descansamos nuestros pies magullados. Ni un rebaño de más de 100 reses es capaz de detenernos. La vista del río nos alegra.
El miedo a la lancha parece mitigado. Ahora es el sol abrasador el que hace estragos. Río arriba el trayecto se eterniza, se nota la corriente en contra. Nos cruzamos con niños bañándose, con pajarillos que planean a ras del agua, con tortugas que toman el sol sobre piedras y troncos, con lachas cargadas de objetos y rostros.
En el puesto nicaragüense se nos monta un tipo mal encarado que casi nos hace zozobrar. Cuando divisamos el embarcadero nos cambia la cara. Lo peor ha pasado. Una coca-cola fresca se convierte en un bien preciado y la tierra firme, en un paraíso.
Sólo nos queda regresar en coche. Y claro está, puestos a vivir cosas, parece que una rueda está pinchada. ¿Aguantará hasta Trojes? Esperemos que sí.
Ya está anocheciendo cuando entramos en el núcleo trojeño. Hoy no hemos visto el sol reflejarse en estas calles. La sensación de cansancio es abrumadora, tanto que nos conformamos con que esta experiencia haya iluminado siquiera un poquito a aquellas gentes: los más alejados. No los abandonemos también de nuestra memoria.