Voy a empezar esta pequeña crónica aludiendo a la capacidad del lector para imaginar. Imagínese una iglesia grande, de un maravilloso estilo neogótico. Amplios pasillos…techos altos…absoluta y misteriosa penumbra. Si hace el esfuerzo, puede que a primera vista le resulte algo triste, oscuro e incluso un poco sombrío.Ahora, imagínela a rebosar de gente. Los bancos completamente llenos. Decenas de espaldas apoyadas en las columnas. En primera fila, niños sentados en el suelo, intrigados por una gigantesca tela blanca que cubre el altar y que, iluminada por focos violetas, deja intuir siluetas que poco a poco, serán desveladas por el juego de luces.
El olor a incienso impregna cada segundo previo al espectáculo. Las sombras detrás de la tela van quedándose quietas, tomando posiciones. Entonces es cuando una chica joven sale a la palestra y presenta, micrófono en mano, lo que serán sesenta minutos más que prometedores, tanto para el público, como para los que lo han hecho posible.
La mecánica es sencilla, pero cautivadora a los sentidos, como el crepitar de las llamas de una chimenea en pleno invierno. Se lee un elaborado texto, que evoca los pensamientos más profundos de aquellos que protagonizaron el pasaje bíblico de La Anunciación. Las palabras están cargadas de sentimiento, de humanidad. Las distintas voces de los lectores hacen que los textos cobren vida e introducen al espectador a la esencia del momento.
Al acabar la lectura, llega el silencio. Una calma silenciosa antes de una tempestad que se está haciendo de rogar. Entonces, llega la música. Llega la imagen. Llega la tempestad de estímulos a la mente, a los sentidos y al corazón. Empieza el concierto.
Mad World. One of Us. Somewhere over the Rainbow. Hallelujah. ¿Las conoce? Si es así, usted puede dibujar esas maravillosas melodías en su mente. Ahora, imagine una coral impecable, limpia, casi celestial. Cuarenta voces que de una forma indiscriminada son capaces de llegar al oído más duro y darle una lección de sensibilidad, haciendo imposible evitar que se escape alguna que otra lágrima furtiva.
Las voces no están solas, porque los violines, el piano, las guitarras, y hasta un ukelele componen una música que, probablemente, no sea muy común en su día a día. Un cúmulo de sentimientos, de horas de dedicación y de ilusión tremendamente sincera, que llega a su mente en forma de canto y arpegio, dispuestos a sacar todo lo que usted guarda cuando reprime las ganas de llorar o de sonreír cuando algo le toca el corazón.
¿Recuerda la última vez que se emocionó con una canción? Imagine repetir esa sensación durante casi sesenta minutos. ¿Recuerda la última vez que una secuencia de imágenes le hizo esbozar una sonrisa de forma incontenible? Tan sólo intente construirlo en su mente.
Si usted puede, es que ha sometido a su mente a un esfuerzo digno de elogiar. Es entonces, cuando puede que se haga una ligera idea de cómo fue lo que intento contarle, y de lo que sintió cada uno de los asistentes la noche del 26 de Noviembre.
Tan sólo espero que la próxima vez no tenga que imaginarlo.
Iñigo Montero Manglano.