El sábado tuvimos el enorme regalo de poder ir con algunos jóvenes de la Pastoral Juvenil, a celebrar el Dia del Niño, a una aldea, a tres horas de camino, por el Merendón, la bellísima cordillera que rodea esta ciudad de San Pedro Sula y que es su escudo ante las tormentas tropicales que azotan esta zona centroamericana en esta época especialmente, día si y día también, cual pista de aterrizaje donde las tormentas tropicales, algunas venidas a más como huracanes, guardan turno para entrar. La quedada fue a las 5 a.m. para aprovechar que el sol, recién amanecido, no es terrible y castigador aun. Esta aldea se llama La Coronilla, y pueden imaginarse el por qué.
Son tres horas de subida por unos caminos -¡qué digo caminos!- «trochas» o «arriates» creados por el agua cuando tras una lluvia torrencial, va abriendo surco en la tierra. Una subida de al menos 1600 metros, rodeados de una vegetación increíblemente verde y frondosa de palos de mango, pinos traídos de España hace siglos y multitud de otros «palos» (árboles) y vegetación llena de color y perfume, acompañadas de danzas de mariposas de colores irreales.
Por estos caminos solo se puede subir o bajar a pie o en bestias, y cuando, con el corazón agitado por la subida y la emoción de los sentidos, alcanzas la meseta que da entrada a la aldea, un par de niños, vestidos con su mejor traje, te esperan para acompañarte a la aldea y darte la bienvenida. Qué gente tan tan humilde, qué despliegue de generosidad a pesar de lo poco que tienen y de la vida dura que les ha tocado vivir, sin luz eléctrica, con agua que canalizan de una poza, aunque bajan a ella a diario dos o tres veces -nosotros bajamos, pues nos dijeron que estaba a 15 minutos, bajando, por montaña, pero nos parecieron treinta con todo el vapor del mediodía-. Esa bajada a la poza nos costó casi el desfallecimiento y luego teníamos que subir para marchar, Merendón abajo, hacia el lugar en que los carros nos recogían.
La comunidad que vive allá arriba es como digo muy humilde, y sin embargo muy generosa, nos esperaban, o mejor, nos recibieron, porque ellos no esperan, solo se alegran cuando alguien sube a visitarlos, nos regalaron sus mejores sonrisas y nos abrieron las puertas de la Iglesia, una capillita humilde de madera, donde tengo la certeza de que Dios está más vivo y cercano que en una gran catedral. Pasamos el día jugando con los niños, muchos niños, y rompiendo piñatas y comiendo confites, mientras el hermano Josue celebraba la palabra con los adultos y Susana y Tati, Delegadas de la Palabra, les dieron formación.
Los juegos los hicimos en la escuela, la escuela es como una champita con un solo aula, claro, donde dan clase todos los niveles cuando el maestro sube, que no es ni por asomo, todas las semanas. Y después nos hicieron tamales y limonada, guineos (platanos) y hasta café, con una mirada de agradecimiento y cariño que se te quedan clavadas en el corazón. Solo te sale abrazarlos, y darles las gracias, y pedir que Dios los bendiga, aunque casi mejor que ellos pidan a Diosito que nos bendigan a nosotros, y nos conceda esa humildad de corazón y esa generosidad para dar hasta lo que les falta.
Bendito Dios por permitirnos estos regalos y bendita tierra catracha inundada de generosidad y calor del corazón.
Dolo y Nieves
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